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ESTE Juan Carlos al que me refiero no es el emérito, sino el demérito. Es decir, el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo. Aunque nacido en Osuna (Sevilla) se le considera gaditano como tú, por méritos propios, y un representante de la provincia, que consiguió otro ministerio, como Fernando Grande-Marlaska, que fue representante de la provincia, pero nunca fue considerado gaditano como tú, si acaso transeúnte del Campo de Gibraltar, donde tanto trabajo tiene. Pues bien, me refería a Juan Carlos, que pasó sin apuros sus primeros días ministeriales, desapercibido como los buenos árbitros, pero ahora le están cayendo los marrones.

A Juan Carlos Campo se le consideraba un hombre moderado, juicioso, de buen talante, comprensivo, razonable, más o menos centrado en lo político. Para nada un radical, ni un perroflauta, ni un negacionista del Puente de Vallecas, ni se lo imagina nadie con un coletero por motivos obvios. En tales condiciones, se suponía que Pedro Sánchez (en su afán de dar una de cal y dos de arena para mantenerse en el poder) había puesto a Juan Carlos en ese ministerio para que cumpliera algo parecido a la oración de San Francisco de Asís: “Que allí donde haya odio, ponga yo amor; donde haya ofensa, ponga yo perdón; donde haya discordia, ponga yo unión; donde haya error, ponga yo verdad”. Etcétera…

A Juan Carlos Campo lo han colocado a los pies de los caballos de Troya, o a los pies de los leones de las Cortes, que no son como los del circo romano, pero también causan martirios. En los últimos días va de marrón en marrón. El indulto a los presos del proceso independentista catalán, que lo explicó como no quien quiere la cosa. Y el veto a la asistencia del rey verdadero, Felipe VI, a la entrega de despachos a los nuevos jueces en Barcelona, después de haberlo anunciado, y por vez primera en la democracia actual. Todo por culpa de la política absolutista y desleal de Pedro Sánchez.

Jueces y fiscales critican abiertamente al Gobierno. La gestión de Juan Carlos Campo en el Ministerio de Justicia coincide con una de las mayores intromisiones del poder ejecutivo en el judicial. Le ha pillado por medio, pues no son decisiones propias, sino de su jefe, que él debe defender, prestando la voz a su amo. Sin embargo, tiene un coste personal, para un hombre que en su pensamiento interior probablemente no comparte algunas de esas decisiones. Y ahí terminamos. Cuando uno hace lo que no piensa, también le queda un último recurso, que es dimitir. O resignarse a ser un títere.

José Joaquín León