LOS días siempre transcurren entre la vida y la muerte, unos días más que otros. No lo queremos ver, cerramos los ojos, pensamos que es para otros, incluso que es cosa de viejos. A veces leemos noticias en el Diario que llaman la atención y rompen el anonimato de los muertos, ocultos tras las frialdad de las cifras: 421, 15… ¿Pero quiénes son? A algunos les ha sorprendido que la pasada semana falleciera el capellán del Hospital Puerta del Mar, el padre José Díaz. Quizá les pareciera que sólo pueden morir los médicos y los profesionales sanitarios en el cumplimiento de su misión. Quizá no entienden que un capellán se arriesgue.

Hay una salud de cuerpo, pero también una salud de alma. Para los creyentes es una cuestión muy clara, que no necesita más explicaciones. Un capellán debe atender a las personas, en sus últimos momentos, a punto de cruzar a la otra orilla en la barca de Caronte. La extremaunción es un sacramento, menos practicado que otros. Pero incluso para los no creyentes, además de la salud física, está la espiritual; o si lo prefieren, la psicológica. Lo psicosomático condiciona, y no sólo según Freud. Las creencias influyen en la actitud de las personas.

Más allá de las teorías, está la realidad. El padre José Díaz, como otros capellanes, buscaba el consuelo de los enfermos. Desde las verdades de la fe que las cimientan. Pero también con el bienestar que origina. En esta pandemia hemos criticado las formas en que muchos difuntos eran despedidos, sin sus familias, sin duelo. Hemos lamentado casos de muertos que no han sido reclamados después de varios meses. A ese nivel de inhumanidad y abandono estamos llegando.

Cuando se habla de las personas que se han sacrificado en esta pandemia se suele olvidar a los curas y las monjas. Además de ejemplos como el del capellán José Díaz, la Iglesia ha estado en la primera línea de contención contra la crisis económica y humanitaria. Ha habido contagios masivos en conventos, como el de las Hermanas de la Cruz en su Casa Madre de Sevilla, porque ellas salían para ayudar a quienes nada tienen, o a quienes nadie atiende. Mientras se juguetea con el aforo de los templos, que por cierto se están llenando en la medida de lo posible. Esta crisis ha servido para un zamarreón de la fe.

Y nada de eso se hace para presumir, o para buscar una recompensa. Se hace porque hay que hacerlo: “Charitas Christi urget nos”. Algunos creen que la caridad es cosa de gente aburrida, que se limpia la conciencia con limosnas de calderilla. La muerte de un capellán (y otras muertes) nos ponen de cara con la verdad.

José Joaquín León