A lo largo del tiempo hubo momentos mejores y peores. Días en los que el sol se levantaba como un mensajero de esperanza, expulsando nubes que se desvanecían. Días en los que la vida se tornaba aciaga y no quedaban hitos para caminar en un sendero de atropellos. A lo largo del tiempo se crean complicidades inútiles. Hay confusiones y torpezas. Hay aciertos que nadie presagia. Hay que asomarse al precipicio para ver que los cuervos sólo son sombras del paraíso donde se acumula el festín de la carroña. O que esas sombras tapan la realidad y se burlan de tu esfuerzo.

Pasaron los meses y el reloj se quedó parado, como un centinela amarrado a una garita mientras no esperaba a nadie. No hay almenas en ese castillo remoto. ¿Es un espejismo o un delirio? Es el hombre que imagina vidas pasadas, donde la realidad era ficticia e insondable, donde los barcos navegaban con vías de agua abiertas, donde los aviones ardían y los pilotos se lanzaban sin paracaídas contra los árboles de sus sueños. Nadie sabía nada, pero narraban leyendas de otros universos, en las que el mago reclamaba su eutanasia sin descubrir la primera estrella de la ilusión.

Era necesario lavarse las manos en los arroyos, disputar el fango a los lagartos, cubrir el rostro como un mensaje cifrado, convocar al fantasma de cabecera para encumbrarlo como trovador de hazañas pretéritas, todas las cuales eran inventos de los ángeles que antaño se perdieron entre las pesadillas. ¿Acaso no era mejor permitir un soliloquio de locura? ¿Quedaba algún resquicio para el amor? ¿Quién predicaría la bondad infinita del difunto que moría en soledad, sin saber que había tropezado con las piedras del cementerio?

Al otro lado del verano aparecieron las playas, con sus mares almibarados y las sucias arenas donde se revolcaron las medusas para matar sus ardores. Entre las risas histéricas que llegaban a la orilla, no se intuía el salto del trampolín que se pierde en el vacío, sin que la caída llegue nunca a su fin, porque alguien tiende sábanas en el aire y oculta lo que estorba a los esbirros. Aquellas puestas de sol eran lentas, reflejos de las mentiras esparcidas entre las algas putrefactas, y los tonos cárdenos de la agonía se difuminaban en la sangre marinera de los tiburones al acecho.

Y llegamos al final, y buscas un telescopio para mirar atrás y convertirte en estatua de sal, como la mujer de Lot. Ella era una vieja dama, que estaba muerta y no lo sabía. Adiós no significa que te vayas, ni que el tiempo retroceda a un oasis de luces de colores, allí donde en otra vida brotaba la felicidad en un arrebato de inocencia.

José Joaquín León