HA llegado otro Domingo de Ramos. Con sigilo, con lenta demora, cuando el calendario avanzaba como prisionero de su ausencia. La luna llena se retrasó y no se asomaba al balcón del cielo, donde los cofrades que se fueron al más allá se asoman todas las Semana Santas. Hoy revive el tiempo que ampara las nostalgias. Hoy los caminos de Cádiz llevan a Extramuros, hacia San José y Salesianos, pero después vuelven al centro histórico, que es donde sigue latiendo el núcleo íntimo de Cádiz, y conducen a Santo Domingo, a San Lorenzo,  a San Agustín. Es allí donde nos conmueve, con su mirada, el Señor de la Humildad y Paciencia.

San Agustín es uno de los templos históricos de la ciudad. Los agustinos han realizado un esfuerzo para seguir presentes y para restaurar la iglesia, a los 400 años de su presencia en Cádiz. Allí está el Cristo de la Buena Muerte, que es el Cristo de San Agustín. Y allí está el Señor de la Humildad y Paciencia, que es el Señor de San Agustín. En estas dos imágenes extraordinarias queda reflejada la Pasión y la Muerte: el Señor que padece, el Cristo que muere.

La cofradía de Humildad y Paciencia tiene una larga historia. Estuvo vinculada a los vizcaínos y a la carrera de Indias. Después, más recientemente, estuvo relacionada con el astillero de Matagorda. Sin embargo, esta cofradía mantiene el gaditanismo como seña de identidad. La devoción al Señor de la Humildad y Paciencia está enraizada en el Cádiz del centro, en personas que viven cerca, en calles custodiadas por cañones en las esquinas, donde hay almacenes de ultramarinos, tiendas pequeñas y oscuras, cierros antes señoriales y ahora desvencijados... Las huellas de una decadencia que es digna,  y que  envuelve los secretos con la volatilidad de los pensamientos íntimos.

El Cristo de la Buena Muerte acaparó los elogios, el poema de José María Pemán, los desvelos de Cayetano del Toro por organizarle una cofradía de la aristocracia espiritual. Pero Jacinto Pimentel había tallado en 1638 una imagen que de por sí encumbraría a cualquier escultor. No conozco en España ningún Cristo de la Humildad y Paciencia que sea de superior valía artística que el Señor de San Agustín. Ninguno es como Él, para reflejar el dolor más profundo de Jesús antes de ser crucificado. Ningunas lágrimas son como las suyas, en las que se adivina el sabor amargo y salobre del mar de tristeza que le inunda.

En San Agustín, el sufrir del hombre se convirtió en el sufrir de Dios. Y sale a las calles hoy, en la tarde del Domingo de Ramos.

José Joaquín León