EL objetivo del 28-F era consolidar un poder andaluz. Esa fue la motivación de aquel referéndum de 1980, que marcó el principio del fin de la UCD de Suárez (tras la ruptura por su marcha atrás en la autonomía andaluza). Fue el principio del éxito del PSOE, gracias a Felipe y su carisma andaluz, pero también gracias a las habilidades de Alfonso Guerra para otorgar credenciales de buenos y malos andaluces.  Y gracias al rol asumido por Rafael Escuredo, entonces presidente de la Junta de Andalucía, que fue más andalucista que nadie.

Eran los años en que el PSA de Alejandro Rojas-Marcos, Luis Uruñuela y Miguel Ángel Arredonda contó con grupo propio en el Congreso de los Diputados. Cádiz era la provincia en la que el andalucismo cosechaba mejores resultados; entre otras cuestiones porque Pedro Pacheco arrasaba en Jerez cada vez que se votaba. Almería fue la única provincia en la que no hubo apoyo suficiente a la vía del artículo 151 de la Constitución; o sea, para que Andalucía fuera una autonomía de primera, frente a las del 143, que serían  de segunda.

Ese privilegio (que estuvo en el origen del referéndum) se perdió. Tras la armonización autonómica, las comunidades pasaron a ser más o menos iguales. Eso sí, con sus competencias transferidas, con sus consejerías relucientes y con un aumento del empleo público, gracias a la creación de numerosos organismos autonómicos. Pero, con el tiempo, las únicas autonomías de Primera División ya sólo eran el País Vasco y Cataluña. El País Vasco porque ETA seguía asesinando, y eso condicionaba la política en toda España. Cataluña porque la CiU de Jordi Pujol tenía los votos para poner o quitar el Gobierno de Madrid cuando PSOE y PP no alcanzaban mayorías absolutas. Ese peaje lo pagó Felipe, pero también Aznar con el pacto del Majestic.

Andalucía se encontraba ahí abajo, donde aún sigue. A pesar de la Segunda Modernización, a pesar de los fondos europeos, a pesar de las competencias transferidas, sigue ahí abajo. Aparece en la cola de casi todas las clasificaciones del Estado del Bienestar. Y, en cuatro décadas, el andalucismo se ha difuminado. En lo político ha desaparecido. El PSOE, que lo utilizó, no lo necesita para seguir gobernando.

En la realidad cotidiana somos andaluces porque vivimos aquí. El poder andaluz sólo se tiene en cuenta, sólo es significativo, a la hora de contar votos. Porque en Andalucía vive uno de cada cinco españoles. En cantidad no nos gana nadie. Pero esa fuerza no se aprovecha, siempre se ha utilizado para el beneficio de otros.

José Joaquín León