LA demagogia y el populismo cutre que impregnan la política de este país alcanzan momentos épicos con las vacunaciones. Raro es el día que no publican noticias de alguien que se ha saltado el orden. Y, naturalmente, se pone el énfasis en los de siempre: los políticos de los otros partidos (cuando se han colado militantes de todos), los militares y hasta los obispos. Así se ha dado la bochornosa circunstancia de que forzaron a dimitir al Jemad, el general Miguel Ángel Villarroya, por haberse vacunado. Mientras ahora, en la nueva remesa, están entrando soldados, policías y bomberos, además de los sanitarios que llaman de segunda fila (distinción de por sí patética).

Es posible que algunas personas que se han vacunado con polémica tuvieran los mismos motivos (o más) que otros que las han recibido sin tantos escándalos de pitiminí. Desde antes de empezar defendí que los políticos de la primera fila (como Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, los ministros y presidentes autonómicos) debían ser vacunados. También Salvador Illa, del que ahora se insinúa que pudo hacerlo en secreto y de ahí que se negara al test para el debate de Cataluña en TV3.

En el caso de los obispos que se vacunaron hay dos (el de Orihuela-Alicante, Jesús Murgui, y el de Cartagena, José Manuel Lorca) que han renunciado a recibir la segunda dosis, ante el escándalo que montaron los mismos de siempre. Es una medida absurda, y desaconsejable desde el punto de vista sanitario. Si se ponen la primera, hay que rematar la faena. Por otra parte, esos prelados tienen más de 70 años, no son chavalitos, y conviven en residencias sacerdotales con curas ancianos y con muchas personas de riesgo. Se debería haber vacunado ya la Conferencia Episcopal en pleno. Y si reciben la primera dosis, también la segunda, como el obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, o el de Palma de Mallorca, Sebastià Taltavull. Y adiós muy buenas.

En España ya están vacunadas e inmunizadas más de un millón de personas. En vez de criticar a quienes se vacunan, hay que acelerar. A lo mejor así no se hubiera muerto por coronavirus el arzobispo castrense, Juan del Río, que falleció a los 73 años sin haberse vacunado. Y no es el único sacerdote que ha muerto, incluso capellanes que cuidaban a los enfermos y que también murieron ellos. Es muy fácil criticar a los obispos, los militares y los alcaldes de los partidos rivales que se han vacunado. Eso forma parte de la carroña nacional, y le da carnaza al populismo de los engañabobos.

José Joaquín León