l Esta era la noche en que se muere la nostalgia, cuando los negros nazarenos de ruán confluían por el norte, por el sur, por el este y por el oeste, siempre en dirección a la plaza

CON la primera campanada de la madrugada, Dios se asomaba a la plaza de San Lorenzo. En décadas antiguas, ya lejanas, esperaba hasta que sonara la segunda campanada, pero la evolución de la Semana Santa lo anticipó. Hoy, por culpa de la pandemia, se cumple un bienio trágico, no saldrá entre silencios para cruzar las sombras inquietas de la madrugada, permanecerá en el interior de su basílica, donde siempre lo encontramos; parecerá confinado en su altar, pero no ausente, ni siquiera indiferente. Predispuesto se quedará a recibir las visitas de quienes no lo verán en las calles, ni se encontrarán con su andar imponente e imposible, caminante de lejanos sueños, en los que avanza al compás escalofriante que le traslada hacia un calvario inalcanzable. Con su zancada se abrían en canal las horas sin tiempo hasta que llegaba el alba.

Eran otros años, cuando Dios se asomaba con su poder y su ternura a la plaza de San Lorenzo. Dicen que esta plaza es el corazón espiritual de Sevilla, también el corazón latente de su barrio. Hacia el norte, San Lorenzo se prolonga por la calle de Santa Clara, que acogió conventos recoletos y leyendas de otros siglos, la Sevilla fernandina y eterna, que allí alzó torres fortísimas: la propia de San Lorenzo o la de Don Fadrique, y rascó el cielo con espadañas, para refrescar con sus sombras a soleados compases y patios conventuales, donde se percibe el eco remoto de una mística antigua, mas no perdida del todo.

Hacia el sur, el barrio de San Lorenzo se extiende por la calle del Cardenal Spínola hasta la plaza de la Gavidia, que es su entrada por el centro. Daoiz vigila desde lo alto, centinela de una guerra remota, en un oasis que perdió sus palmeras. Se percibe un trasfondo de tonos sepias en los niños que juegan en un atardecer condenado a irse, que reviven los recuerdos de pelotas pateadas en primaveras olvidadas, entre risas amortiguadas por los ruidos, y llantos infantiles que van y vienen sin motivos. Y, por la calle de Jesús del Gran Poder, el barrio se prolonga hacia la plaza del Duque, donde estaba la desaparecida parroquia de San Miguel, desde la que salió la Soledad para mudarse a San Lorenzo. Allí el barrio se acaba, se diluye, se rinde, entre un comercio y un tráfico que le son ajenos.

Por el este, el barrio de San Lorenzo se dispersa hacia la Alameda, aún con el recuerdo de riadas que inundaron sus calles, aquellas barcas de inviernos que hoy nos parecen venecianos y hasta románticos, pero que en su día enturbiaron el sufrimiento y la pobreza  de algunas de sus casas más modestas. Como en San Vicente, la lejanía del centro iba empobreciendo el barrio; de manera que en la calle de Jesús del Gran Poder (antigua de las Palmas, aunque en otros tramos se llamó Garbancera, Correría Vieja o de los Chiquitos) también pasaba lo mismo: de la riqueza a la pobreza había tres manzanas, o puede que menos.

Por el oeste, el barrio de San Lorenzo se desploma hacia la calle Torneo y el río. Desaparecido el muro protector levantado para encauzar el ferrocarril, se diría que penetra más luz desde los ocasos dorados que reviran a malvas y cárdenos en los cielos impresionistas del Aljarafe. En esa postal de los cielos que desde San Lorenzo miran hacia el Atlántico, se presagia la vira dorada de la luz amarilla de marzo (“un amarillo fugitivo e inestable”, “múltiple espada de fuego dulce”) que atraviesa y decora sus calles y que Joaquín Romero Murube, uno de los poetas del barrio, convirtió en leyenda para llevar a Sevilla en los labios.

Un poeta, pero no el único. Este es el barrio en el que aguardan al Señor las oscuras golondrinas del balcón de Gustavo Adolfo Bécquer, que volverán para una madrugada que no veremos… Y crecerá, con lenta añoranza, el barroquismo visual del Gran Poder: el “alto fanal de trágica galeota” en los versos de Rafael Laffón, el “leño de clavel carbonizado” que estremeció a Juan Sierra, el “dolor de todos los pecados del mundo” que sintió Joaquín Romero Murube.

En esa noche de Dios, la luna de Parasceve se atornillaba en el cielo para dar luz blanca a la ciudad de la gracia y se sumaba a las divagaciones sevillanas de José María Izquierdo. Rafael Montesinos salía en el Valle con un farol de cruz de guía, pero sentía un terremoto de emociones cuando miraba al Señor del Gran Poder a la cara y encontraba allí las devociones más queridas, las que aprendió de su padre.

Esta es la noche en que se muere la nostalgia. Cuando los negros nazarenos de ruán y cinturón de esparto confluían por el norte, por el sur, por el este y por el oeste, por todos los caminos que van a la plaza. Nazareno: para ir a San Lorenzo lo importante es caminar, pues por todas partes vas a llegar.  Cuando los armaos entraban marciales en otra basílica, la de San Lorenzo, y se volvían a la suya, la de la Macarena. El Jueves Santo que se consumaba,  y se disipaba el recuerdo del Domingo de Ramos, cuando también llevaron allí los caminos de San Lorenzo, cuando las manos del Señor fueron besadas y tocadas, como en el recuadro de Antonio Burgos, que escribió: “Sigue la cola avanzando bajo naranjos, que plata serán el jueves de noche, en cuanto la luna salga”. Y concluyó: “Viendo al Señor se diría que este Señor tiene alma”.

El alma del Señor, que es el alma de la ciudad. Es lo mismo que cantó Rocío Jurado en su recordada saeta: “En la esquina de Trajano/ me di de cara con Él/ y parecía un ser humano”. O lo que le escribió Carlos Colón: “Cuando Dios se echa a las calles de Sevilla, Sevilla se echa a Dios en San Lorenzo”.

Ese era el misterio portentoso de la Madrugada, cuando la puerta del cielo se abría en una basílica, y empezaba el Señor a andar, a atravesar una plaza oscura. Al amanecer llegarían vencejos a porfía para acercarse a sus espinas, ese Gran Poder tan divino y tan humano, que cuando volvía parecía más agotado pero más misericordioso.

Quedan los viernes del año, queda un espíritu santo vivo, que revolotea: ¿es una paloma?, ¿o es un vencejo o una golondrina que vuelve a esa plaza? Queda el dolor lacerado que oprime y las confesiones íntimas de tantos que allí acuden, en busca de medicinas para sus almas. Queda (bajo la luz no dorada, sino incierta, frágil, del amanecer) el barrio de San Lorenzo, con sus cruces y sus silencios, pero sin la zancada presurosa del Señor que este año no ven sus calles. Queda una alianza inmortal entre Dios y Sevilla. Aunque permanezca confinado en su templo, aunque no salga a la plaza oscura, su Gran Poder no se ha perdido, su Gran Poder aguarda…

Su soledad, que en San Lorenzo es una Soledad que nunca nos deja solos y nos espera tras una reja. Todos los caminos llevan a Roma, pero también a esa plaza. Y sabemos que volverá, en noches mejores, cuando el Señor saldrá otra vez (una campanada, sólo una, ¿para qué más?, como un golpe seco que cruje en el silencio), mientras desde la Alameda el aire insinúa un rumor lejano de Esperanza. 

José Joaquín León