A las siete de la tarde está Dios en los sagrarios de los conventos de clausura. En la Sevilla oculta y mística, junto a los patios silentes, los retablos barrocos y los murmullos que llegan de las calles, se eleva un reguero de plegarias al Santísimo.

La noche se abre entre cruces arbóreas. La noche acaricia la Giralda, majestuosa y altiva, cuando la Quinta Angustia pasa por la plaza de San Francisco. ¿Estáis preparados en los palcos para verla? ¿Estáis preparados para callar y ver?

Aquí digo que misterios hay otros, pero como el de la Quinta Angustia, ninguno. Cristo ha muerto y, sin embargo, vuela. Avanza Cristo descendido por la plaza mayor de la Semana Santa. Avanza Cristo, su cuerpo se cimbrea con el vaivén de la muerte traicionera. A sus pies, la Virgen en su Quinta Angustia, con sus ojos como piedras preciosas de las que no brota ni media lágrima. Avanza Cristo, con el peso frágil de su muerte. Queda un rastro tenue de sus faroles, entre la caoba y el bronce.

¿Estáis puestos para verlo? ¡Miradlo otra vez! Y notaréis que ese Cristo colgado en el aire es un clavo ardiendo que nos taladra el alma.

Por la calle Laraña, quién lo diría, se nos va el Valle, se nos va la vida, como se le fue en la calle Rioja al poeta Rafael Montesinos, cuando salía con túnica morada. Esta es la Virgen de los poetas, que cumple lo que escribió Luis Cernuda: “llanto escondido, moja el alma”. Las lágrimas de la Virgen del Valle son esa vida que pasa. Y recordaremos el verso de T. S. Eliot: “¿Dónde está la vida que hemos perdido viviendo?”.

Se va el paso de los espejitos, con el Señor de la Coronación de Espinas, que es un primor de los misterios del pasado. Se va el paso de Jesús en la calle de la Amargura. En ese paño de la Verónica está la pintura del tiempo. Se va la Virgen del Valle, dejándonos un recuerdo de los ramos bicónicos de claveles rosas que le ponía Manuel Palomino.

Anochece otro Jueves Santo.

Y junto a las Setas, quién lo diría,

de morado se tiñe la vida.

Por la calle Laraña, adoquines

tristes de la pena mía,

llora la Virgen del Valle

y llora la Sevilla destruida.

Por la rampa baja Jesús de la Pasión, y detrás la Virgen de la Merced, para cerrar el Jueves Santo. Juan Martínez Montañés lo hizo. Es un Hijo de Dios tan sublime que cuesta trabajo verlo como hombre. Pero alcanza la perfección en el sufrimiento con su cruz.

Recuerdo un antiguo Jueves Santo en el Salvador. Está la plata de Cayetano dibujando filigranas imposibles en el paso de Jesús de la Pasión. Y está la plata cobijando al Santísimo en la Custodia del monumento. Un hermano de Pasión rezando y llorando. Sentía el agobio de la enfermedad. Su mirada iba de la Custodia al paso. De Jesús Sacramentado a Jesús de la Pasión.

¿Y cómo no pensar que estaba sintiendo a Dios mismo? ¿Y cómo no creer que tenemos un Jueves Santo en los sagrarios, ante nuestros ojos, y no somos capaces de encontrar a Dios?

Te miro y sueño que te veo.

Te veo y siento que en ti creo.

Pareces vivo con tu cruz,

y sufres entre la plata,

como Jesús del madero.

Te miro, pero no te veo.

No te veo, pero en ti creo.

Estás humilde en el Pan,

adorado con la plata,

como Jesús verdadero.

La Pasión de Cristo nos conforta, el Pan de Cristo nos reconforta. Así se vive la Pasión del Señor, así está Dios un Jueves Santo en el Salvador.

José Joaquín León