LA Cuaresma ha avanzado, atando crespones de luto en el palio de los recuerdos. Todos los años lamentamos ausencias. La fugacidad del tiempo tropieza con una Semana Santa que suponíamos eterna, pero que se nos escapa con la pérdida de unas personas que contribuyeron cuando vivían a hacerla como es. Entre esas bajas más recientes, están el sacerdote Camilo Olivares, el capataz Jesús Basterra y el cofrade Pedro Collado. Aportaron a distintos niveles, nos dejaron huellas imborrables.

El padre Camilo Olivares fue director espiritual del Gran Poder casi a perpetuidad. Fue monárquico fiel y capellán de doña María de las Mercedes. Pero, sobre todo, fue un excelente predicador, al que todas las hermandades querían en sus cultos, por su elocuencia, sus valores, y porque conocía muy bien este mundo. A Camilo Olivares le puso la guinda de la fama otro cura, José María Javierre, cuando hizo reír al público en su Pregón de la Semana Santa, recordando los paseos cocradieros de ambos en un Seat 600.

Jesús Basterra fue mucho más que un capataz y un cofrade. Fue un personaje fundamental, junto a su maestro, Salvador Dorado El Penitente (o El Paitente, como él solía decir) para la transición de los profesionales a los hermanos costaleros. Mandó en Los Estudiantes junto a Salvador, que formó la cuadrilla pionera. Y alcanzó su mayor reconocimiento cuando le dieron el martillo de la Esperanza de Triana, en 1986, para aportar un sello más trianero al andar de su gente. En Triana tuvo también a Madre de Dios del Rosario, de la que fue hermano mayor en dos periodos, en ese intento de aglutinar a capataces y costaleros con su Patrona. Jesús, que en los últimos años fue consejero de Gloria, marcó una época como capataz de San Bernardo.

Cercana la Cuaresma, falleció Pedro Collado de la Torre. Yo lo traté mucho en sus años de hermano mayor de Las Aguas. Era un cofrade apasionado, completamente entregado. Dedicó a su hermandad todo lo mejor que pudo. Contribuyó a ese cambio de rumbo que supuso el traslado desde San Bartolomé a la capilla del Rosario en el Arenal, con la gestión para remodelar la capilla junto al Teatro de la Maestranza. Tenía adictos y detractores, por su forma de ser. Pero sin él no se puede entender lo que ha ocurrido en esa hermandad durante las últimas décadas.

Crespones negros, luto de cada año, primavera que se oscurece, recuerdos anclados en el devenir inexorable del tiempo. La Semana Santa se renueva, a veces con dolor. En el camino se van quedando cofrades. Sentimos la humildad de entender que nadie es imprescindible. Pero late un impulso detrás que explica la supervivencia de las cofradías. En esa cadena del recuerdo siguen las personas que entregaron sus vidas.

José Joaquín León