EN estos días se está recordando el 150 aniversario del inicio de la Revolución de 1868, conocida como La Gloriosa. Ahí se vuelven a notar las diferencias entre las izquierdas y las derechas, pues cuando se subleva la derecha se considera un golpe de estado, mientras cuando lo hacía la izquierda, como en 1868, o en 1934 durante la Segunda República, se le denomina revolución. Incluso gloriosa. Pero no intento analizar las características políticas de aquel pronunciamiento que iniciaron el almirante Topete y el general Prim en Cádiz, sino de su influencia nefasta en Sevilla. Aquí se formó la primera Junta Revolucionaria, el 20 de septiembre, con unas reivindicaciones que hoy nos parecen hasta moderadas, pero que estropearon por el odio anticlerical que sigue vigente.

Algunas consecuencias que tuvo en Sevilla se publicaron ayer en el interesante reportaje de Juan Parejo. Se puede afirmar que el casco antiguo fue la gran víctima de La Gloriosa. Aparte de los daños sufridos por la pérdida de las puertas y las murallas, de inmediato incautaron varios templos. El centro de Sevilla era como una gran sucesión de parroquias, iglesias y conventos. A pesar de la desamortización y del anticlericalismo del siglo XIX, había llegado a 1868 como la ciudad con más (y mejor) patrimonio religioso de España.

En una conferencia sobre el bárbaro derribo de la parroquia de San Miguel (que se encontraba en la plaza del Duque, en la manzana del actual hotel América), Álvaro Pastor Torres expuso que fue una actuación netamente especulativa. La burguesía local y las fuerzas vivas se aprovecharon del supuesto progresismo revolucionario y del anticlericalismo para los derribos, y así ganaron solares que usaron para plazas o para edificar. Personajes que tienen calles dedicadas, como Manuel de la Puente y Pellón o Federico Rubio, estaban en la Junta que permitió aquel expolio.

Se aprecia así que el pseudoprogresismo urbanístico ha tenido casi siempre unos comportamientos reaccionarios y depredadores en Sevilla. Desde La Gloriosa a las Setas de la Encarnación. Las dos Españas han sido destructoras (cada una le carga la culpa a la otra), mientras los historiadores discuten y los políticos se inventan la memoria. Las dos España siguen ahí, sin resolver el duelo que tienen abierto desde el siglo XIX. Sevilla lo pagó muy caro, tanto en los conflictos como en la paz. Fue la víctima sacrificada por un falso progreso.

José Joaquín León