HOY es un día de fiesta grande para la mejor Sevilla, que es la que respeta y revive su propia historia. Ninguna ciudad fue tan adelantada y apasionada en el dogma de la Inmaculada Concepción. Algunos dirán que no fue la ciudad, sino los sevillanos. Y es así. Pero no se puede desligar del contexto en el que surge, no se puede ignorar que esa devoción prende en el alma de su gente, se transmite al arte y se instala en la creencia colectiva por el lugar y el tiempo en que suceden. El voto de sangre que formula la Archicofradía de Jesús Nazareno en 1615 es mucho más que un juramento; es la voz que clama en el desierto de todos los silencios. Y así, esa llama de amor viva se ha mantenido encendida, como un cirio blanco de pureza que jamás se apagó.

“Una gran señal apareció, una mujer vestida de Sol, con la luna bajo sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas”. En esta enigmática aparición, que nos describe San Juan en el Apocalipsis, está resumido todo. Ese San Juan evangelista es el discípulo amado, el nuevo hijo de la Mujer, el que la acompaña en el Silencio de la madrugada entre el perfume del azahar y la luz que difumina las tinieblas. De ese mismo San Juan en Patmos, cuando escribe el Apocalipsis, hay un cuadro en la casa de hermandad. Y esa Mujer vestida de Sol es la que se convirtió en la Madre de tantas generaciones de sevillanos.

Por eso, todo es poco para la Mujer coronada. No sólo verla como Dolorosa angustiada siguiendo los pasos del Nazareno. También como Pura y Limpia, plena de gracia, en una capillita junto al Arco del Postigo, como en una ermita junto a la muralla de una ciudad que ya no existe en el urbanismo, pero que resiste eterna en el amor a Ella. Y bailarán los seises en su honor, en la inmensidad de la Catedral. Y bajarán desde el cielo de sus altares las Vírgenes de Sevilla para recibir besos en sus manos. Hoy con algunas convocatorias extraordinarias, como la Soledad y el Dulce Nombre en San Lorenzo, para festejar un siglo y medio, y medio siglo (respectivamente) junto al Señor de Sevilla.

Hoy no sólo está presente en la imaginería. También en esa tradición de pintores sevillanos que la convirtieron en símbolo espiritual, empezando por Velázquez y por Murillo que definió el canon de la Inmaculada Concepción. Una tradición que ha llegado a nuestros días, como se vio en la Inmaculada que presentó Ricardo Suárez, nazareno del Silencio, que posiblemente sea una de sus mejores obras.

Sevilla también coronó a la Mujer con las estrellas de sus sueños. Y sí, todo es poco, siempre fue poco todo, al lado de su amor.

José Joaquín León