UN Niño va a nacer, en una noche fría de diciembre. Todavía no sabemos que las luces extraordinarias en las calles ocultan el efecto luminoso de la verdadera luz del Mundo. No percibimos el brillo que llega de otro lugar, de otro tiempo, de otro mundo, en el que las cosas eran parecidas y a la vez diferentes. El 18 de diciembre fue el día de la Esperanza. Muchos se acercaron a besar las manos de la Virgen, por diversos rincones de Sevilla, sobre todo en la Macarena y en Triana. Vieron, cara a cara, a la Madre de Dios. Posiblemente, apreciaron ese brillo especial en sus ojos. ¿Pero encontraron la Luz que sanará las almas?

La Luz fue marcada por una estrella, que atrajo a los Magos de Oriente, en un largo recorrido para conocer a ese Niño. En Él percibieron la Majestad y el Imperio de un Reino que no es de este mundo, pero que se gana o se pierde aquí. No sólo entre el oro, el incienso y la mirra, sino en los valores del Niño. De mayor, ese Hombre nos revelará que el Gran Poder que predica lo está delineando la Luz, pues sólo se alcanza en la zancada valiente, en el paso al frente.

La vida es un camino que recorremos a oscuras. Y es difícil que encontremos la Luz de esa estrella. La Luz que marcaba el camino. La Luz que nació del vientre inmaculado de la Esperanza. La Luz que intuimos en un beso en la mano, pero que pudo apagarse y hacerse invisible. En nuestra vida, a veces no distinguimos las voces de los ecos, ni la Luz eterna de las luces artificiales, del brillo efímero de quita y pon, que sólo nos sorprende unos días del año.

¿Y si la Luz de la Esperanza estuviera eclipsada entre las sombras? ¿Y si la Luz no se encontrara en la grandiosidad de los monumentos ni en la perfección de la belleza? ¿Y si la Luz se mudara a donde no la vemos? ¿Y si la Luz de la Esperanza rimara sólo con las bienaventuranzas?

Puede que esa Luz esté en la sonrisa del Niño. Pero también en las lágrimas del Hombre que es Dios. Puede que esa Luz brille con alegría en la noche del gozo, pero nos aguarde en los días más amargos.

Y puede que esa Luz de la Esperanza no esté sólo en los templos, sino también en las calles más oscuras y sucias, a donde no llegan los adornos, ni acuden los turistas, ni entran los taxis, ni nadie se siente a gusto, porque tenemos miedo de encontrar lo que nos inquieta, lo que nos fastidia, lo que nunca queremos ver. Puede que esa Luz de la Esperanza no se vea porque no la buscamos en el lugar correcto. Porque ese Niño no vino para imponer su ley al mundo, sino para dejar un mensaje de amor: su Gran Poder sólo lo encontraremos si somos capaces de ver la Luz de la Esperanza.

José Joaquín León