EN estos días otoñales de noviembre se conmemora el cincuentenario de la muerte de Joaquín Romero Murube con diversos actos. Esta noche, en el Real Alcázar, a las 20:00 horas, tendrá lugar un homenaje que le organiza su Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, en el que intervendrán cuatro académicos de Buenas Letras: Rafael Manzano, Enriqueta Vila, Aquilino Duque y Joaquín Caro Romero. Con el paso de los años, la figura de Romero Murube ha ganado grandeza. En vida, sobre todo al final, le regatearon méritos y sufrió las incomprensiones de una Sevilla cobarde, servil al poder, que antes lo había acogido como uno de los suyos. Sin embargo, su obra ha podido con el tiempo. Hoy Sevilla en los labios es como una biblia de la sevillanía. Sus libros, en general, forman parte de un todo, que es una Sevilla ideal a la que se considera eterna, pero no cateta.

Precisamente la Hermandad de la Soledad, en 1995, publicó una colección de algunas de sus obras, entre ellas un libro con artículos que escribió en la prensa local entre 1923 y 1968, recopilados por Álvaro Pastor Torres. En el prólogo, Antonio Burgos afirmó que en esos artículos estaba “el largo lamento por la ciudad que iba viendo perderse cada día”. Romero Murube no quiso ser cómplice de esa pérdida, aunque le costó caro en lo personal. Burgos comparaba el papel que desempeñó Joaquín Romero Murube en Sevilla con el de José María Pemán en Cádiz. Dos escritores (considerados afectos al régimen) que marcaron el camino a sus ciudades, y que nunca renunciaron a su libertad de criterio. Romero Murube fue amigo de Federico García Lorca, al que acogió en su casa. Pemán intentó que Franco permitiera a Rafael Alberti el regreso del exilio. Todavía hoy algunos no han superado los odios.

Romero Murube nació en Los Palacios en 1904. Se trasladó en su infancia a Sevilla, y vivió en el barrio de San Lorenzo. La Soledad fue su hermandad. Es curioso que cuando la recuerda, en su Pregón de la Semana Santa de 1944, lo hace desde la más absoluta humildad: “esa Virgencita pálida, pobre, descolorida, menuda, la última de todas… ¡Virgen mía de la Soledad!”. Ningún piropo podría superar ese desgarro. Ningún poeta acertó a definir como él, en esa visión íntima, la soledad de una Virgen.

Esa soledad fue también la suya en los momentos más duros. Nunca apartó a Sevilla de sus labios. Aunque, como escribió Eugenio Montes, no fue un castizo, sino “un cantor estricto y lúcido de su ciudad universal”. Una ciudad que hoy lo venera y lo elogia, bastante más que en su tiempo, pero que sigue sin entenderlo.

José Joaquín León