EL toque de queda (que nadie toca) nos deja silencios profundos, sin ecos, como de siglos antiguos. En la noche triste en que no hubo cabalgatas, cercana ya la madrugada que el tópico llama de la ilusión, cuando los Reyes Magos empezaban sus labores, las calles de Nervión y sus aledaños se estremecieron con un ulular descontrolado de sirenas y alarmas, con el mal presagio de que algún siniestro grave ocurría cuando menos se esperaba. Pronto se supo el motivo: un incendio muy peligroso en la residencia de mayores DomusVi-Adorea, de Santa Justa. La desgracia regresaba al mismo lugar que fue noticia en los medios de comunicación durante la primera ola de la pandemia por las 16 muertes que sufrió.

En la excelente crónica que publicó de inmediato Fernando Pérez Ávila, en la edición digital de este Diario, ya alertaba de que había una anciana muerta y tres heridos graves, que después aumentaron. Y de las circunstancias terribles en que se desarrollaba la evacuación, con mayores atrapados en la tercera planta entre la densa humareda. En ese escenario pudo ocurrir una gran catástrofe, de no haber funcionado muy bien los servicios de emergencias.

Estamos acostumbrados a un politiqueo revanchista, con tendencia a censurar primero y aclarar después. Hay que alabar que en este caso haya ocurrido lo contrario. Al lugar del suceso acudieron pronto el alcalde, Juan Espadas, y el delegado de Seguridad Ciudadana, Juan Carlos Cabrera. Pero lo más importante es que funcionaron con eficacia (y valentía) los servicios de los bomberos, la Policía Local y Nacional. También las ambulancias y hasta los autobuses de Tussam que acudieron para evacuar a los mayores afectados.

Y los vecinos de esa zona de la Huerta de Santa Teresa. En plena noche de Reyes salieron del confort de sus casas, y no para ver un espectáculo trágico, sino para ayudar en la medida de sus posibilidades. Cuando se habla de caridad fraterna y no se entiende lo que significa, aquí tenemos un gran ejemplo. Pues se trata de eso: de colaborar de un modo anónimo, sin buscar nada a cambio, tan sólo por ayudar al prójimo, y compartir lo que se tiene, sean las mantas, el consuelo o el esfuerzo.

Era la noche de la Epifanía. Una noche de estrellas y misterios, que culminan con la función al Señor del Gran Poder en su basílica de San Lorenzo. No pudo acudir a los barrios pobres, pero hay algo del Señor que está siempre presente en el cielo de Sevilla, una ciudad que tiene vecinos como esos (creyentes o no), que predicaron con su ejemplo en una noche fría, y que hicieron el bien sin preguntar a quién.

José Joaquín León