EN esta crisis del coronavirus ya hemos perdido definitivamente el sentido del ridículo. La gente del lado derecho dice: habría que escuchar a Pedro y Pablo (y su coro de groupies) si el PP hiciera estas cosas que vemos todos los días. Pero ni el PP ni el PSOE. No es una polémica más de izquierdas o derechas, sino que es un insulto a la inteligencia elemental. Nos toman por imbéciles, y ya hay barra libre para todo. El último ejemplo es el de los muertos del coronavirus. Sorprendentemente, el pasado lunes, desaparecieron de la lista 1.918 muertos. A la gente adicta le pareció de lo más normal. Oye, que no eran uno, ni dos, sino  cerca de dos mil. ¿Dónde está esa calculadora, María Jesús?

ALGUNAS semanas antes de empezar el confinamiento, la Diputación Provincial de Cádiz publicó un bonito libro del profesor José Antonio Hernández Guerrero, titulado La soledad de los ancianos. Con un formato manejable, presentación didáctica y algunas ilustraciones del autor, aporta una interesante reflexión sobre dos conceptos que suelen ir unidos: la soledad y la ancianidad. En las circunstancias actuales, el libro es casi profético (o quizá no dejó de serlo nunca), porque incide en la necesidad de no abandonar a las personas mayores, a los que antaño se llamaba viejos y ahora se vuelve a denominar ancianos. Ellos necesitan la amistad y la compañía: “el acompañante sensible, respetuoso, experto y generoso”, según dice José Antonio Hernández Guerrero. Quizás ahora, y en el futuro, más que nunca.

A mi modo de ver, no es justo echar las culpas del coronavirus a Kichi. Así como el PP tiene la culpa de que el PSOE y Unidas Podemos pacten con Bildu (esa parida dijo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que fue quien pactó), yo estoy bastante seguro de que Kichi no ha contribuido a difundir el coronavirus. Tampoco a frenarlo, sino que mayormente ha aprovechado para confinarse y no hacer nada. Por eso, cuando ha llegado el momento de la desescalada, resultó que Kichi iba con el pie cambiado, esperaba que el encierro durase casi todo el verano. Por eso, no abre las playas a tiempo, ni en general adopta medidas, y no hace ni el huevo. Kichi se confinó a sí mismo, y se nos ha convertido en un taoísta viñero, como si fuera partidario de la wu wei, que no tiene nada que ver con Wuhan, sino que es la no acción. Sin acción vivía la mar de bien.

EL ingreso mínimo vital que aprobará mañana el Gobierno no es lo mismo que la renta universal básica. No consiste en que todos los españoles e inmigrantes perciban una paguita de Pedro Sánchez. Esa diferencia de conceptos es esencial. Soy partidario del ingreso mínimo vital. También de que sea transitorio, excepcional, y para las personas realmente necesitadas. Y que no sea un donativo de la caridad del Estado, sino vinculado a buscar empleo. No puede ser un chollo sin final, como pretendía Pablo Iglesias, porque en tal caso fomentarán el fraude fiscal y las chapuzas en dinero negro, perjudicando a autónomos y trabajadores legales. Pero es cierto que, en estos momentos, muchas familias han quedado arruinadas, más aún en Cádiz, donde ya había demasiada miseria. Esas ayudas pueden ser vitales.

ESTAMOS volviendo a todas las cosas del franquismo: a las colas del hambre, a la mayoría silenciosa, a los partes oficiales, al contubernio comunista, a las marchas de coches como las del día de San Cristóbal, y a los consultorios. La gente pregunta y el mando único responde. El consultorio de Elena Francis empezó en 1947, en los años del hambre, y duró hasta 1984, cuando ya estaba Felipe González en la Moncloa. Ahora vuelven los consultorios, como vuelve el hambre. Al de Elena Francis lo acusaron de ser carca, y ajustado a la moral de la época que imponía la dictadura, como si en esta época no hubiera otra dictadura que impone su moral.