LOS republicanos han emprendido una campaña feroz contra la monarquía española, aprovechando el regreso del rey emérito Juan Carlos, en visita privada y familiar. En nuestra democracia, nadie debe vivir en el exilio, y menos sin estar condenado, aunque su forma de proceder personal haya ensombrecido su gestión modélica como rey. No es novedoso que una parte de los ministros de Sánchez (los del sector podemita) se comporten con deslealtad institucional. Pero ha sorprendido que ministros del PSOE digan que Don Juan Carlos debe pedir perdón. ¿Perdón? Ya no es el rey. ¿Pedro Sánchez ha pedido perdón por sus errores de funestas consecuencias? Sin embargo, es curioso que la campaña no ha erosionado el prestigio del principal bastión con el que cuenta la monarquía española: Doña Sofía, la reina emérita. Contra ella no se atreven. Y lo que hacen es ignorarla.

EL error no fue el concepto, sino que se embarulló. Bendodo no supo explicar lo que Feijóo transmitió muy bien a los empresarios catalanes en Barcelona. España es una nación y un Estado, pero Cataluña, el País Vasco, Galicia o Andalucía tienen singularidades e identidades propias. Hasta en el testamento político de Franco se lee: “Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de las regiones como fuente de fortaleza en la unidad de la Patria”. El Reino de España surgió como “un reino de reinos”, en el que se integraron. La cuestión territorial está definida en la Constitución de 1978. Y quienes se consideran constitucionalistas deben respetarla entera, no sólo la parte que les agrada.

EN las últimas semanas se está viendo un curioso fenómeno parlamentario. Hemos pasado del bloque de Frankenstein a la mayoría sin mayorías. Consiste en que el Gobierno de Pedro Sánchez gana las votaciones para llevar adelante sus proyectos, pero unas veces se apoya en Frankenstein y otras en los que despotrican contra Frankenstein. Sus socios de Gobierno de Unidas Podemos ya casi nunca le apoyan. Disienten en público y en privado. Intentan colar una ampliación del aborto a las menores por cuenta propia, mientras distraen con las reglas dolorosas. O votan contra el nuevo gaseoducto para llevar gas desde España a Francia, demostrando una vez más que son rusófilos y putinófilos (aunque lo disimulen), con tal de fastidiar a la OTAN, a la que se quieren incorporar a Finlandia y Suecia.

CON tanto hablar de las líneas rojas, ha resultado que Pedro Sánchez las ha introducido en la mismísima Moncloa. Tenemos un Gobierno de líneas rojas, con un fondo gris de borrasca, y unos ministros que piden la dimisión o la destitución de otros ministros. Tenemos un Gobierno en el que una parte de los ministros (los de Unidas Podemos) juegan a ser de la oposición, aunque cobran con cartera. Ya no hay ministros sin cartera, como se decía antes, pues ahora todos quieren llegar a fin de mes y al final de la legislatura, sea como sea, aunque sea haciendo el ridículo. Y también hay ministros de verdad, como Margarita Robles, que se pitorrean de los ministros de mentira, como la podemita Ione Belarra, la invita a dialogar con Putin, y dice que se va a morder la lengua, por no darle un mordisco a la otra.

POR un puñado de votos (y pocos escaños) se va a decidir el próximo Gobierno andaluz. Eso condiciona todo, hasta la elección de la fecha electoral del 19 de junio, la menos mala para Juanma Moreno. Ha tenido en cuenta las encuestas, incluso la coincidencia el 19 de junio con las elecciones legislativas francesas, donde otra vez se votará entre el centrismo de Macron o el extremismo de Le Pen, con una izquierda decadente y divida. Un escenario similar. En Andalucía, el discurso de las líneas rojas se puede aplicar a la ultraderecha, pero también a la ultraizquierda anti OTAN, que ya no sabe qué hacer para camuflar su plumero putinesco de nostalgia ruso/soviética.